"No existen más que dos reglas para escribir: tener algo que decir y decirlo".
Oscar Wilde

miércoles, 20 de mayo de 2015

Teoría de un instante


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El fluir del tiempo parecía haberse detenido en sus labios. A su alrededor, la estación de tren enmudeció tras el peso de un instante, creando una atmósfera inusualmente cargada. Por primera vez en mucho tiempo, sintió la impotencia de estar sumido en tiempo y espacio, dejándose arrollar sin oponer resistencia.
Respetando su espacio y despedida, la luz cercaba su cuerpo como las vitrinas a las obras de un museo. En aquellos segundos, la belleza de las lágrimas eclipsó, sin pretenderlo, la tensión de sus brazos, que luchaban por mantener la compostura.
Delante de las escaleras mécanicas, una última mirada entre ambos y la más falsa de las sonrisas reflejada en sus labios, señalando la vuelta a la cruda realidad y al instante final.

Luis M. Antón Medina

miércoles, 25 de marzo de 2015

Sinónimos del desastre




Pasaban deprisa las nubes desde la ventana del avión. Fugazmente, las casas podían vislumbrarse apenas unos centímetros debido a la altura, dejando las nubes bajo las alas del avión. 
Un ruido.
Raudos eran los momentos en los que podían distinguirse a aquellas personas tan ajetreadas desde dentro. Sin aire y con la pecho paralizado de miedo, aquel segundo pareció congelarse en la infinidad del tiempo. 
Otro ruido.
Vertiginoso, repentino, súbito. Con el llanto contenido en la quietud más eterna, dejando atrás aquellos sonidos que los absorbían comprimiendo sus cuerpos y esperanzas, todo se paró hasta sucumbir en un abismo sin fin: el desastre. 

Luis Antón


Con todos mis respetos,
descansen en paz.


martes, 3 de marzo de 2015

Colección de artista

Colección de artista
Comenzaron las lágrimas a resbalar por sus mejillas como el agua sobre la arena seca de la playa. En el callado silencio del bosque, las caricias de las ramas parecían inspirar una armonía sorda y muerta que caía en el ambiente yermo de la soledad contra los fuertes barrotes que la guardaba. Sus ojos comenzaron a dejar de ser de zafiro y plata para teñirse sin brillo de una manera hasta ahora inusual.
Un escalofrío recorrió la suave curvatura de sus hombros por debajo de la ropa, haciéndola estremecer hasta exhalar un suspiro acusado de agonía. Pálida solía verse su piel entre los hombres pero desbordaba una clara viveza frente a las níveas estatuas de mausoleo que la acechaban con la mirada y la invitaban a competir en evidente belleza.
Hacía tiempo que no podía respirar con profundidad aunque había conseguido disimularlo con elegancia y entereza. Su ajustado vestido de seda bañaba su figura de falsos sueños de libertad ahogados en aquella vieja jaula de piedra y toques de marfil. Realzando su pequeña cintura se encontraba aquel delicado tul de muñeca que dejaba ver la curvatura de sus piernas. Parecía correr oro entre las finas hebras de su ondulada melena, tiñéndola perpetuamente de aquel reluciente tono de solar. De bello perfil y tristes ojos, la bella cautiva contemplaba con resignación el paso de la luna al sol.
Discurriendo por las entrañas de aquel concurrido bosque, el quebrado sonido de las pisadas sobre la seca hierba retumbó en sus oídos.
Se acercaba.
Se acercaba con velocidad y braveza como siempre acostumbraba.
El discurrir incesante de lágrimas pareció cesar por unos instantes. Le humedad de sus ojos volvió a recuperarse, volviendo a recuperar algo de brillo y ápice de paz. Haciendo ademán de acercarse, la joven muchacha puso su cuerpo contra los barrotes. Una sonrisa floreció en sus labios de fresa, devolviéndole de nuevo el dulce color de la primavera.
Entre los arbustos emergió una espantosa figura. De aspecto huesudo y desagradable, un muchacho avanzó hacia la jaula portando con él un harapiento saco de tela. Sin dirigir una simple mirada a la joven que lo aguardaba a través de aquella hermosa cárcel, sumergió una de sus delgadas manos en él, sacando una bella copa de cristal con bordes de oro y motivos florales de plata que parecían emerger de la base hacia arriba, otorgándole un aspecto más regio y corintio que las propias columnas griegas. La belleza casi parecía mascarse en su magnificencia.
— Sin duda es la copa más hermosa – aclamó el artista mientras la alzaba por encima de su cabeza, contemplando cómo la atravesaban los rayos de sol de la ahogada tarde–. No la limpiaré: es más bella así con cierto toque opaco a través del sol.
— Ahora que vuelvo a verte tengo verdaderas razones para sonreír, mi artista – dijo con alegría la bella bailarina, apartándose un poco el cabello de la cara ya limpia de lágrimas. El ondear de su cabello invitaba al dulce balanceo de las olas del mar.
Como despertando de un profundo sueño, el artista le dirigió una mirada de asombro. Sin duda la belleza de la joven era cada día más evidente.
— No estás llorando – la acusó él, enfadado, dejando caer el saco al suelo. La furia recorrió su mirada como la dinamita haría estallar lo más profundo de una montaña.
— Pero... – musitó ella, frunciendo el ceño. Parpadeó con dolorosa incredulidad al comprobar como su amado artista la observaba como algo insignificante, ignorando todo lo que sentían desde hacía tanto tiempo.
— Estás más bonita llorando – sentenció él mientras daba un golpe contra los barrotes para asustarla. Aterrada, la chica se dejó caer de rodillas en el suelo ahogando su último grito de esperanza, miedo y dolor. De nuevo sus ojos comenzaron a  cobrar aquel matiz húmedo que avisaban de las próximas lágrimas. En un silencio hecho a golpes de crueldad, la desdichada muchacha lo contemplaba una vez más con el corazón tan ajado como la bolsa. Sus bellas lágrimas de plata brillaban mientras caían por sus mejillas, dándole un aspecto terriblemente radiante y delicado –. Así, así. Me gustas más así.
— Deja de hacerme llorar – le suplicó ella con el corazón sumergido en la misma congoja diaria –. Yo te quiero.
— Y yo – respondió con seguridad el artista, contemplándola con satisfacción y suficiencia de la misma forma en la que un pintor observa su mejor obra terminada–. Por eso siempre serás mi obra favorita.
Los delicados dedos de la joven rodearon los conocidos barrotes que la apresaban, sintiéndose como cada tarde sin fuerzas para proseguir su continuo día a día. A merced de las manos de su artista y las limitaciones de su amor, su voluntad quedó reducida a la de una muñeca en manos de las dictaduras de belleza.
Obviando aquella infausta situación, el artista continuo observando algunas de las maravillas de su colección. Ante él las mejores y más bellas figuras de mausoleos se alzaban como dioses de mármol de penetrante hermosura, a su lado los más bellos cuadros que jamás unas manos pudiesen haber creado. A tan sólo unos cortos pasos de distancia se encontraban los más elegantes cubiertos jamás diseñados por las manos de un experto diseñador. Ante aquel espectáculo de belleza, la horripilante fealdad del artista parecía cobrar evidentes signos de horror e incredulidad. La búsqueda de tan visual fin en aquel que tal don poseer no podría.
Ante él la mujer que más había amado y más bellas lágrimas poseía lo observaba a través del cristal dejándose llorar mientras él la contemplaba cada vez más extasiado por sus lágrimas. Dentro de él su corazón de amante se estremecía por cada lágrima caída por tantos días de encierro en su museo particular; sin embargo, su alma de artista se regocijaba ante tal sublime mirada, observando su propia vanidad de impotente artista en cada atisbo de reflejo derramado en cada una de las gotas de dolor y amor que la joven dejaba verter sobre su condenada prisión de amor. 

 Luis Antón

jueves, 19 de febrero de 2015

Umbrío



UMBRÍO
El crujir de sus propios pasos resonaba por la estancia, poniéndole los vellos de punta. Todo estaba ensombrecido. Al final de la habitación podían vislumbrarse unas ajadas cortinas que se balanceaban tímidamente al compás del viento, dejando entrever por sus resquicios unos débiles claros de luz.

Armada de coraje, la intrépida chica caminaba hacia el viejo cortinaje, haciendo ignorar el sonido de sus propias pisadas contra el polvoriento suelo de la estancia. Pero no estaba sola.

De pronto, cientos de sombras  aparecieron por las paredes, descubriéndose bajo ellas cuerpos blancos, fríos e inhumanos. Aquellos seres de actitud brava y enfadada parecían cernirse sobre ella para agarrarla con su polvorienta piel de trapo.

Asustada, la chica comenzó a correr hacia la ventana. Tenía que alejarse de esas siluetas: aunque de forma inconsciente, la luz que se filtraba por aquellos antiguos cristales parecía brindarle protección frente a esas siluetas tan horribles que jugaban a atraparla. No obstante, la persiana estaba casi echada y atascada.

Tras ella, unos grotescos pasos retumbaban a lo largo del cuarto.

¿Eran las figuras acercándose?

Con un fuerte grito tiró de la cuerda, elevando la persiana e iluminándolo todo a su alrededor. Un halo de verdad pareció dejar ver más allá de la simple suciedad.

— ¡Elena, te he dicho mil veces que no juegues aquí!—exclamó la voz de su padre, tras ellas. La niña se giró, aún aterrada—. ¡Espero que no hayas destapado ni un mueble del salón!

Luis Antón

domingo, 15 de febrero de 2015

Viejos sueños


Viejos sueños

Bajo la intensa luz de la tarde, el resonar de unos pasos parecía eclipsar cualquier sonido existente. Aquella conocida calle tenía un aspecto diferente al que recordaba. Como en un leve murmullo, los rastros de viejos graffitis parecían relatarle una vez más todos los momentos que vivió en aquel mismo sitio.
Irrumpiendo poderosamente en su ensimismamiento, el sonido de una conocida risa pareció acariciar su cabello junto con la tímida brisa. Ante ella, el atisbo de un viejo dolor de juventud se irguió con fuerza rompiendo los abismos del tiempo y el espacio.
Se pararon en seco el uno frente al otro.
Apenas podían reconocerse con aquellas oscuras ropas de oficina y el semblante serio. Sus tiempos de rebeldía habían quedado ya relegados a sólo la energía de su memoria.
Sin poder evitarlo, en un perpetuo silencio, sus ojos comenzaron a recordar más allá de sus aspectos.
A medida que la viveza de los viejos graffitis cobraba renovadas energías para reconstruirse, todo el entorno bajo sus pies parecía cambiar. Las viejas paredes grisáceas cubrieron su suciedad para dejar pasar a su lustro de antaño.
Acariciada por los rayos del sol, sus rostros parecieron desdibujar sus marcados perfiles para evocar a la redondez de la adolescencia. Ante él, su cabello recogido en aquel pulcro recogido comenzó a alborotarse hasta caer por su espalda. Desdibujándose los rectos pantalones dejaron descubrir sus largas y torneadas piernas con una falda corta. A ojos de ella, la oscura chaqueta que él portaba se tiñó de negro a vaquero, de suelto a ajustado. La gomina que daba brillo a su pensado peinado se evaporó como el agua tras días de sol, devolviéndole su recordado aspecto desenfadado.
— Lena– dejó escapar como si de un suspiro se tratase admirando a la chica de sus recuerdos–, ¿dónde has estado? Hace ya tanto que no nos veíamos que apenas puedo creerlo.
— Adri– murmuró ella sin ser realmente consciente de lo que decía, mirándolo como el que contempla a una antigua ensoñación–. Sólo vine a pasar unos días con mis padres, llevaba años sin regresar.
La tenue fragancia de sus recuerdos le devolvió el atractivo de la sonrisa de Adrián, quien, a sus ojos, se mostraba con aquel aspecto tan liviano y divertido que tantos momentos le había hecho vivir hacía un tiempo. No pudo evitar devolverle la sonrisa como siempre había hecho.
Sin tomar pasos demasiado apresurados, comenzó a acercarse a la dulce muchacha de la mirada tan brillante. La tensión de sus cuerpos comenzó a descender a medida que la distancia se acortaba entre ambos. Probablemente ambos mentirían si no confesasen el haber fantaseado con este momento al menos en la soledad de la imaginación.
— ¿Te acuerdas?– dijo él mientras señalaba a la pared con una media sonrisa.
Haciendo un movimiento quizá demasiado lento y dudoso, Lena giró su cuello hacia el muro al que señalaba.
Colorido. Todo era colorido sobre aquella pálida pared de barrio. Las pintadas con todos aquellos nombres ya borradas por el tiempo podían verse ahora con franqueza ante sus ojos. Entre ellas una debido a su color rojo. Las iniciales de lo que una vez fue una promesa se vieron reflejadas en sus pupilas y también en parte de su viejo corazón de adolescentes.
— Ahora eres toda una señorita de ciudad, ¿no?– inquirió él con una voz muy jovial y divertida.
Al igual que en un golpe de tráfico, la verdad pareció impactar contra el rostro de la joven.
Jamás olvidaría esa tarde lluviosa donde tuvo que despedirse de todos para emprender su camino lejos de los límites de aquel pueblo perdido. Su sueño de poder hacerse un hueco en la capital yendo a la Universidad, por primera vez, estaba al fin al alcance de sus dedos. Los oscuros ojos del chico de sus recuerdos no tenían ni un atisbo de la ilusión que ahora presentaban. Cuando ella decidió dirigirle una mirada a través del cristal del coche de su padre, rumbo a la capital, creyó ver en ellos algo sombrío, frío y roto que desde hacía algún tiempo rondaba ya entre los dos.
Un sueño por otro sueño.
La pintura roja que daba forma a sus iniciales pareció caerse de la pared como sucio polvo. De pronto, la viveza de aquella estrecha calle comenzó a palidecer ante el resurgimiento de su deplorable estado actual. La sensación del sutil baile de su melena suelta en el viento desapareció progresivamente hasta recuperar la rigidez de su recogido.
— ¿Lena, estás bien?– irrumpió la voz del muchacho en sus pensamientos.
Le dirigió una rápida mirada.
Aquel altivo joven que una vez conoció seguía estando ante ella pero con un aspecto muy diferente. Su cabello desenfadado volvía a estar recogido en una torpe capa de gomina y su cara antes imberbe volvía a estar cubierta de vestigios de un afeitado rápido y mal apurado.
— Periodista– corrigió ella, recobrando la compostura mientras alzaba la cabeza con orgullo–. Soy periodista, no una señorita de ciudad. Y soy Elena, ya no me gustan esos diminutivos, Adrián.
— ¿Periodista?– se burló él en tono jocoso–. ¿Me has cambiado por esa tontería? Si te hubieses quedado habrías podido trabajar de encargada en el bar de mi padre. Tú y tus tonterías de irte de aquí.
El aura fría, sombría y rota volvió a pesarle de nuevo sobre los hombros a medida que lo escuchaba. Aquel amor con el que fue retratado el rojo de sus promesas había sucumbido a ser polvo viejo y resbaladizo. Ni vestigios de aquel vivo color podían ya notarse en aquellas grisáceas paredes de su infancia.
— Buenas tardes, Adrián– dijo Elena emprendiendo de nuevo el camino en dirección a casa de sus padres–. Ha sido un placer verte después de tanto tiempo.

Luis Antón.

jueves, 11 de septiembre de 2014

Ciencia del terror


Ciencia del terror
Los restos de sangre, a pesar de haber sido limpiados, aún parecían producirle aquella inexplicable quemazón sobre las palmas de sus manos mientras recorría el estrecho pasillo de la oficina. Con molestos chasquidos, el ir y venir de las rojizas luces de la planta no hacían sino adentrarla en un terrorífico sueño de pesadilla.
Todo había sucedido demasiado rápido. O quizá al contrario todo se había retrasado muchísimo más de lo que lógica humana hubiese llegado a permitir.
Tosió.
El humo que salía de su hombro derecho le quitaba parte de la visibilidad, pero era soportable. Al menos, al contrario que muchos de sus antiguos compañeros de trabajo, ella aún podía escapar y salvarse.
Se llevó una mano a su hombro dañado, palpando la fina capa de metal que escondida bajo la piel.
Hacía años que llevaba aquel brazo robótico desde que sufrió el accidente de coche. Jamás podría acostumbrarse. Era extraño pensar como algo que en principio prometía perpetuar tu vida con normalidad, acababa robándote lo más sagrado que podía tenerse: la humanidad.
Era muy fina la línea que dividía la maquinaria de la propia vida. Las imágenes de todas aquellas modelos y presentadores con pequeños implantes de metal sustituyendo algunos de sus miembros parecían martillear su cabeza.
Siguió corriendo desoyendo el sonido de sus propios tacones, ignorando los restos esparcidos por el suelo que, al igual que ella, carecían de identidad y una vez pudo haber llamado compañeros. El latido de su corazón pareció sincronizarse al son del metálico crujido de su hombro herido.
<<Un robot jamás podrá dañar a un ser humano>>, recordó que había dicho el Presidente cuando implantó el sistema de robots. Nunca olvidaría el día que llevaron a aquellos robots a su oficina. Ahora todos se habían revelado y parecían no reconocer a los humanos.
Bajo un zumbido, algo impactó contra una de las luces, haciéndola explotar.
En su ardor más humano, abrió la boca dispuesta a gritar de terror. Pero no pudo. Con la frialdad de una máquina, su seca garganta profirió un amargo silencio de robot.


Luis Antón

viernes, 8 de agosto de 2014

El oso de Alicia

El oso de Alicia
En silencio, el hilo cayó sobre la pata descosida del oso de peluche. Sin apenas mover la cabeza para que Alicia no se percatase la miró fijamente. Sus ojos oscuros la contemplaban con cierta tristeza intentando evitar los recuerdos que tanto daño le hacían.
Alicia se giró hacia su oso.
Hacía tanto tiempo que no estaba entero que los recuerdos de tardes enteras jugando con ella habían comenzado a disiparse. A duras penas podía recordar cuando jugaban a perseguir a un conejo imaginario en ese mundo inventado donde sólo ellos podían acudir. Todas su grandes aventuras en el jardín donde, acechados por el misterioso gato del vecino, corrían huyendo de las continuas amenazas de su malvada tía con su delantal rojo.
Embriaga en sus propios recuerdos se levantó como hipnotizada.
Con una decisión que hacía años no tenía, la aún joven Alicia comenzó a coser la pierna del oso de peluche con una callada sonrisa. El tacto del hilo saliendo de la suave pata del peluche parecía transportarla directamente a su infancia.
Pronto escuchó los pájaros.
Acabó de coser.
Entonces, un ritmo muy conocido comenzó a sonar. El “tic-tac” del reloj llenó toda la habitación

Luis Antón